Comentario
Los criterios de periodización de la cultura del Siglo de Oro han sido múltiples. El más tópico ha sido echar mano de los conceptos clásicos de Renacimiento y Barroco.
El problema de la homologación del Renacimiento español respecto al europeo ha estado presente en la historiografía desde finales del siglo pasado. El Renacimiento español fue negado por buena parte de la historiografía alemana (de Naef a Klamperer, pasando por Wantoch), que en función de las raíces musulmana y judaica de nuestra cultura sólo vieron en España Barroco, cultura que se identificaría con el esencialismo hispánico.
Si la historiografía conservadora tuvo problemas para conjugar el Renacimiento español con el concepto buckhardtiano paganizante del Renacimiento, la historiografía liberal se concentró en la espinosa cuestión de armonizar su concepto del Renacimiento con la penosa imagen tradicional de Felipe II y la Contrarreforma.
La historiografía liberal española solucionó el problema reivindicando ciertamente el Renacimiento sobre la base de darle una corta duración, finiquitándolo antes de Felipe II. Marcel Bataillon con su estudio del erasmismo español (1937) demostraba la plena adscripción de España al Renacimiento europeo por lo menos hasta 1538.
La historiografía conservadora, apoyada por las nuevas interpretaciones del Renacimiento europeo (Haydn y Battisti hablaron de Renacimiento y Contrarrenacimiento, admitiendo las vertientes pagana y cristiana del Renacimiento), se lanzó a defender la existencia de un Renacimiento español propio, con sus peculiaridades: la pervivencia de lo medieval, la trascendencia de lo religioso, la singular afición histórica, la temprana difusión de las lenguas nacionales...
Miquel Batllori ha reivindicado, por su parte, el Renacimiento en España sobre la base de hacerlo coincidir con una actitud intelectual esencialmente humanística. La identificación de Humanismo y Renacimiento le permite alargar este último desde finales del siglo XIV -en la Corona de Aragón con Bernat Metge- al siglo XVII.
Desde los años 50, la historiografía europea ha transformado notablemente el concepto de Barroco (Coloquio de Roma, 1954; obra de V. L. Tapié, 1957), constatando su europeidad y su continuismo respecto al Renacimiento. Los nuevos estudios sobre Trento y la Contrarreforma han dado una imagen más liberal del Barroco respecto a las interpretaciones clásicas del mismo con la cultura clásica como esencia (W. Weisbach, 1921). Después de la difuminación metafísica del Barroco que hicieron autores como Eugenio d'Ors, Maravall considera al Barroco como una época histórica centrada entre 1570 y 1650, aproximadamente, y que iría ligada a la conciencia de crisis de la Iglesia y el Estado, sus dos grandes avaladores y subvencionadores.
Admitida, pues, en España la existencia de un Renacimiento medio extensible hasta mediados del siglo XVI y de un Barroco temprano -desde 1570-, el problema metodológico suscitado ha sido el de precisar el eslabón correspondiente. El concepto de manierismo invocado por historiadores como H. Hatzfeld o E. Orozco ha sido eficaz. Para el final del Barroco se ha encontrado el concepto de pre-ilustración, período de novatores, para explicar el tiempo de transición entre Barroco e Ilustración. Por convencionales que sean estos conceptos, hay que reconocer que cumplen bien su función didáctica. El siglo XVI ha sido escindido por otra parte en dos mitades por dos corrientes unívocas y de signo contrario: erasmismo y neoescolasticismo, delimitadas por la fecha mítica de 1559. Incluso los estudiosos de la mística han reforzado esta misma periodización. Sainz Rodríguez establece un período en la trayectoria de la literatura mística de 1500 a 1560 que conoce como de asimilación, con autores como Alonso de Orozco, Francisco de Osuna, Bernardino de Caredo, san Pedro de Alcántara, san Ignacio de Loyola y san Juan de Avila. Desde 1560 delimita otro período, jalonado por el eslabón de fray Luis de Granada, que denomina de aportación y producción nacional, y que contaría con santa Teresa y san Juan de la Cruz. Desde 1600 empezaría otro período que el citado historiador califica de decadencia o compilación doctrinal.
El siglo XVII se ha fragmentado también en tres etapas. La primera podría extenderse hasta 1630; sería la generación del Quijote y el pícaro-reformador (Guzmán de Alfarache), la generación melancólica del desencanto y la denuncia crítica; la segunda llegaría hasta 1680 y cubriría los años de la sima de la crisis y la decadencia, la politización literaria y la confrontación entre los intelectuales orgánicos y los críticos; la tercera, en las últimas décadas del siglo, iría marcada por la generación de los novatores, del final del túnel de la crisis. El pensamiento evolucionó en estos años hacia el cinismo, la picaresca se proyecta hacia el pícaro-truhán (Estebanillo González), mientras que el teatro calderoniano se solaza en la metafísica del destino inevitable.
Otra de las distorsiones que frecuentemente se han cometido al intentar analizar la evolución de la cultura del Siglo de Oro ha sido el uso de la dicotomía antiguos-modernos, conservadores-progresistas. Los equívocos generados al respecto han sido múltiples.
Toda la neoescolástica no merece insertarse dentro de la ideología presuntamente conservadora. Tampoco todos los antierasmistas pueden considerarse como reaccionarios. ¿Qué decir de los nominalistas como Celaya, cuya contribución al desarrollo de la ciencia moderna fue notable?
Si lo viejo y lo nuevo se mixtifican demasiadas veces y son conceptos relativos en el ámbito del pensamiento, también lo son en la literatura. Las modas, sabido es, por otra parte, que son fugaces. Cristóbal de Villalón relativizó lo antiguo y lo presente en una obra titulada significativamente: Una ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente (1539).